Argentina Científica
Simultáneamente con el nacimiento de la nación argentina, registra la historia el alumbramiento de las inquietudes científicas y artísticas en un grupo minúsculo de sus hijos. Antes del advenimiento de la Revolución de Mayo, Manuel Belgrano, secretario del Consulado, que con el tiempo debía ser uno de los adalides de la emancipación americana, echó las bases de las escuelas de Dibujo y de Náutica, dictándose en esta última la disciplina matemática. A partir de ese momento, artistas y científicos consagran sus esfuerzos sin fatiga a embellecer la vida con las manifestaciones de su espíritu, o a mejorar la existencia del hombre en el vastísimo campo de la ciencia.
Desde entonces, hasta nuestros días, la intelectualidad artística y científica ha encontrado cómo dejar la huella de su labor. Los museos y las pinacotecas en el primer caso, y hasta los paseos públicos con sus grupos escultóricos jalonan el camino cubierto con altivez y con rasgos personalísimos, que atienden a la formación de un arte argentino. La popularidad halaga esta labor, y ello por la simple y natural razón de que el arte entra por los sentidos. No ocurría lo mismo, hasta hace pocos años, con los hombres de ciencia. El individuo que atraviesa la pampa cómodamente ubicado en un ferrocarril, quizás ignora, porque no le preocupa, que fue Stephenson el inventor de la locomotora; no sabe, acaso, que la hemoterapia nació en la Argentina con el descubrimiento de Agote y que los rayos de Röntgen fueron la base de las investigaciones nucleares. Y mucho antes de esos pocos años de que hablábamos, esa criatura humana que los sociólogos llaman el “hombre de la calle”, daba la espalda a la ciencia; y esto, si se trataba de un individuo pacífico, pues no faltó quien llamara “máquina infernal al fonógrafo o que asegurara que la electricidad era obra de brujos…”
El más desaprensivo de los observadores, al recordar esos episodios y otros, sonríe. Y en esta sonrisa se nos ocurre ver un homenaje a los hombres de ciencia que no desmayaron ni por la incredulidad ni el escepticismo de la gente. La fe fué para los científicos, y sigue siendo, el escudo protector; su marcha ascendente es inexorable, como el tiempo.
La obra de los estudiosos argentinos es inmensa y conocidísima en los círculos intelectuales del mundo; universidades, institutos y escuelas editan, en sus propias imprentas, los trabajos de sus más esclarecidos profesores y alumnos. Este papel impreso es el que vincula a la comunidad de los científicos y actúa como testimonio de la pujanza de la Nueva Argentina en todos los órdenes de la civilización progresista.
El individuo de este siglo, de esta era atómica, en su evolución, propulsada por la misma ciencia, ya no vuelve la espalda. Su curiosidad es ilimitada y su avidez de conocimientos es cada vez mayor. Para saciar este afán de cultura nace MUNDO ATÓMICO. Propónese divulgar, en alas del periodismo, que son alas de pájaro sobre la diafanidad del cielo, cuanto piensan y realizan los científicos argentinos, y reflejar también la análoga actividad de los centros internacionales. Misión difícil la que se impone MUNDO ATÓMICO, pero realizable, por cuanto es una exigencia del público.
El pueblo argentino, según lo revelan profundos estudios realizados, se caracteriza por su ansia de progreso; quiere saber cada día más, con el loable propósito de prestar su valioso concurso en la solución de todos los problemas que aún mantienen postrada a la humanidad, particularmente lo que se refiere a la salud y el bienestar del individuo.
Los estampidos de Nagasaki e Hiroshima que anunciaron el comienzo de la era atómica, no apabullaron a las masas populares. Se tenía conciencia ya de que la guerra, una vez más en la historia de la civilización, aceleraba un proceso de investigación que, como el arma aérea, podía aprovecharse en la paz. Mientras el “hombre de la calle” musitaba la pregunta, la ciencia ya tenía la respuesta: la energía nuclear es la última conquista de la intelectualidad para bien de los pueblos; no se destruía en el lejano Japón una sociedad, sino que se abría paso la de la era atómica.
Para los argentinos, el decreto del Poder Ejecutivo que creaba la Comisión Nacional de la Energía Atómica fué el toque de atención. No faltó quien se preguntara: “¡Cómo!, ¿en la Argentina?” ¡Sí, en la Argentina! Cuando el 6 de agosto de 1945 se produjo el estallido de la bomba atómica, nuestros hombres de ciencia trabajaban en energía nuclear, y muchos de ellos, a las pocas horas de llegar la noticia, explicaban a los lectores de la prensa, desde el punto de vista científico, qué había ocurrido. Esta labor silenciosa no era ignorada por el gobierno del general Perón, como se patentiza en la creación de la precitada comisión, cuya labor apenas puede ser prevista, aun por las personas de elevado acervo cultural.
La fisión atómica en la Nueva Argentina no es un problema bélico. Es, sí, la organización de una inmensa riqueza para el porvenir pacífico de la sociedad. En este sentido, y hacia esta meta, un grupo considerable de hombres trabajan en laboratorios y gabinetes. No están desamparados, ni solos, ni son incomprendidos como lo fueron los precursores; tienen, estimulándolos, al Gobierno, y con éste al pueblo, que ya sabe hablar de los valores de la física cósmica, de los átomos y de los fenómenos nucleares, que vincula a su futuro. El interés popular se explica, porque el hombre de la era atómica está persuadido de que con la fisión nuclear se solucionarán problemas que afectan a los transportes, a las industrias, a las faenas agrícolas, a las fábricas de fluido eléctrico y a la medicina. El panorama es atrayente y sugestivo. En él se moverá MUNDO ATÓMICO, con ese sentido de las divulgaciones periodísticas, que es el que interesa al pueblo y al mismo hombre de ciencia, deseoso de ser comprendido.
[editorial del primer número de Mundo Atómico]